The conservation (Parte I)

Cuanto más cercanas a la naturaleza se encuentran las diferentes culturas y civilizaciones, más claro tienen su papel como parte del ecosistema y más respetan el equilibrio necesario para que éste perdure en el tiempo. Cuanto más cercana a la naturaleza libre y salvaje se encuentran las personas, más la valoran, más aprecian su heterogeneidad, su singularidad, lo extraordinaria que resulta su existencia y más fácil es comprender que, «la naturaleza no es un lugar para visitar, es nuestro hogar» (Gary Snyder, The practice of the wild).

Dependemos de la naturaleza para nuestra supervivencia, seamos conscientes de ello o no. De hecho, la pérdida que la sociedad actual ha sufrido sobre la percepción de pertenecer a un ecosistema dinámico y depender de él es, en gran parte, el origen del problema. El ser humano no puede asimilar el desequilibrio de los ecosistemas, la destrucción de los hábitats o la pérdida de especies, ya que es incapaz de reconocerlos. Apenas reconoce la diferencia entre un bosque maduro y estructurado de una plantación ya asentada, porque han crecido pensando que la hilera de chopos, todos idénticos en edad y forma que, en la actualidad ocupan gran parte de las orillas de los ríos y que ha visto toda su vida, son bosques de ribera. Mientras que los ya escasos bosques de ribera reales que quedan, son fruto de la tala, la «limpia» o los nuevos usos del suelo que, de pronto aparecen, para alimentar la economía de la inmediatez, la oferta y la demanda. Y aunque, incluso alguna disciplina, sostenga que ese cultivo leñoso es un bosque, es una afirmación mantenida por un interés o por una situación alimentada por el desconocimiento de qué es realmente un bosque. Este desconocimiento es normal, ya que las interacciones entre organismos son tan diversas y complejas, como desconocidas. El conocimiento científico necesario para descubrir algunas de las interacciones de los seres vivos y el medio en el que se desarrollan, aún tardará décadas. Más, cuando la inversión en ciencia básica y en el conocimiento del mundo natural es insuficiente.

Volvamos a nuestra dependencia de la naturaleza, la biodiversidad y los ecosistemas.

¿Cómo se puede hacer partícipe a la sociedad para su implicación en la protección de aquello que no conoce?

Para algunos sectores y disciplinas, para que se interiorice y se incluya el valor de la naturaleza, se han diseñado diferentes métodos de valoración económica. Los métodos más utilizados son: precios de mercado, costes evitados, función producción, precios hedónicos, costes de viaje y valoración contingente (López-Cózar, 2020). El único concepto no economico que se asigna a la biodiversidad es el valor de existencia, relacionado con el valor intrínseco de cada una de las especies, por el mero hecho de existir, reconociendo así su papel en el ecosistema. Valor que, por cierto, culturas indígenas antiguas de la tierra ya sabían asignar. Conceptos como «valores de uso», «capital natural» o «servicios ecosistémicos», pretenden incorporar el papel de la naturaleza y los costes ecológicos derivados del crecimiento económico a elementos y formas de contabilidad (Gómez-Baggethun & de Groot, 2008). Para el capital natural, los ecosistemas son activos que nos proveen de recursos que garantizan nuestro aprovisionamiento (agua, materiales, recursos genéticos, etc.), la regulación de la biosfera (regulación climática, protección ante inundaciones, polinizadores, secuestro de carbono, etc. ) o nuestra recreación y disfrute (incluído el valor científico y cultural). Sin embargo, esa visión tiene como base que los recursos naturales han de cuantificarse como servicios para el ser humano, con una visión simplista y antropocéntrica.

Estas aproximaciones, por tanto, no están exentas de críticas. Los conceptos económicos no pueden capturar todas las dimensiones de valor que son fundamentales para el bienestar humano (O´Neill, 2017). Cuantificar y valorar la naturaleza son tareas complejas y emprenderlas altera nuestra concepción de la naturaleza. (Henneberry, 2018). Sin embargo, son artefactos sintéticos que permiten que aquello que tiene valor, además, tenga precio. En una sociedad donde el mercado y la especulación marcan la propiedad y la gestión de los recursos naturales y el territorio, ser conscientes del valor de la naturaleza permite que no se subestime o peor aún, se ignore. Los bienes y servicios de los que dependen todas las culturas y sociedades actuales y futuras, son obtenidos mediante transformaciones de materiales y energía obtenidos de los recursos naturales. Por tanto, dependemos de su uso racional y su mantenimiento. Para las políticas de gestión y la economía, el hecho de convertir los recursos naturales y los ecosistemas en un valor miscible, hace que la conservación tenga mayor influencia. Quizás si se desde las políticas económicas se penalizara, además, el derroche y el uso incontrolado de recursos, esta influencia sería aún mayor.

“Las prímulas y los paisajes, explicó, tienen un grave defecto: son gratuitos. El amor a la Naturaleza no da quehacer a las fábricas.”

Aldous Huxley
Un mundo feliz. 1932

Sin embargo, la clave del éxito, debe pasar por la adición de los valores meramente económicos al trabajo desde la educación en valores eco-sociales.

O ¿es que vamos a convertir en un concepto económico lo único que el ser humano no puede controlar y por tanto, sigue siendo salvaje, libre y auténtico?

El disfrute real de la naturaleza, el conocimiento de los procesos naturales, la recuperación de nuestra relación con el medio natural debe ir de la mano con una filosofía que nos posicione en el respeto y la convivencia con todos los seres vivos.

«La principal fuerza impulsora de la ciencia y las humanidades es comprender el significado de la vida […].

A la vista de los acontecimientos, podríamos resumirlo así: la biosfera originó la humanidad, la mente evolucionada originó la cultura y la cultura encontrará el modo de salvar la biosfera».

Edward O. Wilson
Medio Planeta. 2017

Que no se nos olvide que, lo que tiene valor, a menudo, no tiene precio.

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