Si nos atenemos al número de satélites desplegados hasta la fecha de hoy, vemos que la gran mayoría son satélites de baja órbita (LEO), como se refleja en la figura siguiente. Ello es debido al interés creciente de esta órbita en los últimos años, con previsiones que apuntan a las decenas de miles o incluso se habla de cientos de miles, al considerar algunos a la órbita terrestre baja como un recurso ilimitado. Algunas voces muy reputadas en la materia apuntan a que la ITU y sus estados miembros deben tomar cartas en este asunto y evitar lo que ya se refiere como neocolonización, a la que añaden el calificativo de astrocapitalista.
Aparte de las más conocidas Starlink y OneWeb, otras constelaciones mucho mayores se han anunciado y apuntan a cifras sorprendentes e inquietantes. Ruanda ha presentado una petición para poner en órbita la friolera de 337.200 satélites en una constelación denominada Cynamom 937, mientas que E-Space ha hecho lo propio para 116.640 satélites de su constelación Semaphore-C. En total, si nos atenemos a las demandas mundiales presentadas entre 2017 y 2022, podemos acercarnos a un número cercano al millón de satélites, superando con mucho los menos de 10.000 desplegados actualmente.
Es evidente que muchos de estos satélites nunca serán lanzados, pero estas demandas se utilizan simple y llanamente para especular, principalmente ocupando virtualmente el espacio y hacer negocio con las frecuencias a utilizar esperando que el mercado se desarrolle, para en ese momento monetizar los derechos asociados a las frecuencias y a las posiciones orbitales asociadas. Esto ya lo conocemos bien aquí abajo: adquisición de terrenos para que otros construyan, o compra de futuros de un mercado que puede explotar en algún momento no muy lejano.
Hay un precedente en todo este asunto especulativo, que fue el “affaire” Tongasat en 1988. (https://en.wikipedia.org/wiki/Tongasat)
Esta especulación orbital está soportada principalmente por las aplicaciones que los satélites proveen y proveerán, por lo que por lo que hemos de preguntarnos, ¿cuáles son éstas?
Los satélites realizan cuatro funciones o aplicaciones principales, bien sean para uso civil o militar: teledetección, telecomunicación, navegación/localización y exploración científica. Asimismo, como hemos explicado en el post anterior en la referencia a la guerra de Ucrania, conviene también citar los satélites militares de alerta avanzada (detección de tiros de misiles balísticos) y de escucha electrónica: intercepción de señales electrónicas emitidas por equipamiento militar del enemigo.
La figura siguiente muestra las principales aplicaciones de las constelaciones de satélites, ocupando las 3 primeras posiciones iOT (Internet de las Cosas, o Internet of Things en su aceptación más internacional), observación de la tierra y conexiones de banda ancha (Internet).
Todos los objetos lanzados al espacio (excepto un número muy pequeño de satélites pasivos) requieren utilizar una frecuencia a bordo, capaz de transmitir y recibir señales de sus bases de operaciones. Estas frecuencias asignadas pueden ayudar a controlar un satélite, además de permitir las comunicaciones u otros tipos de servicios espaciales como carga útil principal.
Por consiguiente, a cada uno de esos objetos espaciales se le asignan frecuencias de radio, coordinadas con arreglo al Reglamento de Radiocomunicaciones de la ITU (International Telecommunications Union), para evitar que las señales de radio interfieran entre sí.
La ITU supervisa el despliegue de todos los sistemas de satélites, en particular la ejecución de grandes proyectos de constelación de satélites no geoestacionarios para asegurar que las notificaciones correspondan a los satélites que orbitan la Tierra. Cada constelación debe ser lanzada dentro de un plazo especificado y no puede postergarse.
El aspecto más novedoso de todo esto es la densificación de la ocupación del espacio, principalmente de la órbita baja (LEO), debido al fenómeno de las grandes constelaciones en las que miles de pequeños satélites idénticos (de peso inferior a 500Kg) son lanzados para poder dar una cobertura total de Internet de alta velocidad o para observación del globo terráqueo.
Evidentemente, la presencia de esta “ferralla” espacial plantea grandes retos, principalmente de proliferación de objetos en el espacio (controlados o no), sostenibilidad o gobernanza, que se comentan a continuación.
Basura espacial. La presencia de miles de satélites, tanto operacionales como fuera de servicio, crea numerosas dificultades para la seguridad en la órbita. Aunque se tomen medidas de precaución para evitar un efecto Kessler (colisiones en cadena de satélite o de restos de estos, como en la película Gravity), la densidad de la órbita aumenta la probabilidad de colisión de manera directa.
Al hilo de esto, algunas voces no dudan en afirmar que el espacio se ha convertido en una gran “papelera”, con restos de diversa índole. Éstos pueden originarse debido a efectos colaterales de destrucciones voluntarias de satélites por China (2007), USA (2008), India (2019) y Rusia (2021) o involuntarias, como la colisión el 10 de febrero de 2009 de dos satélites, uno ruso y otro americano (de la constelación Iridium), generando casi 1800 restos. Existen también otros restos debidos a las etapas superiores de lanzamiento o satélites que ya hayan concluido sus misiones. En muchos casos, el control humano de estos restos es difícil cuando no imposible, sobre todo en caso de accidentes.
Se estimaba que a finales de la década pasada existían medio millón de restos en órbita de tamaño mayor que 1 cm, que teniendo en cuenta la velocidad a la que viajan, podrían destruir satélites de hasta 5 Tm.
Otra derivada de este despliegue masivo de satélites es el hecho de la “contaminación” de los cielos para la observación estelar, como ya ha puesto de manifiesto la comunidad científica.
Sostenibilidad. Esta es una de las claves de los despliegues masivos. La huella de carbono de las constelaciones de satélite existentes (OneWeb, Starlink) podría ser hasta 30 veces mayor que la de las infraestructuras móviles terrestres teniendo en cuenta tanto los lanzamientos de cohetes, sus infraestructuras en tierra, etc. Si se traduce a un valor medio por usuario, éste sería de entre 30 y 90 veces superior a una red móvil para el peor de los escenarios de Starlink. En un mundo que agita la bandera de la sostenibilidad como requisito sine qua non en muchas facetas, remar en la dirección contraria no está bien visto, incluso en el caso de que las aplicaciones desplegadas puedan justificarlo, lo que todavía está por demostrar.
Soberanía y seguridad. Como se había comentado en el post anterior, los servicios de telecomunicaciones por satélite constituyen una solución de back-up inmediata en caso de destrucción de las infraestructuras terrestres, bien sea debido a causas naturales como a guerra o por ciberataques. La política de datos abiertos (open data) para aplicaciones como meteorología y observación terrestre presenta ventajas evidentes en términos de difusión de las aplicaciones. No obstante, los gigantes digitales americanos y chinos han comprendido los retos que una política “open data” presentan ante un riesgo de captación de valor añadido.
Pensemos que el lanzamiento de la constelación Starlink ha sido contestada por la previsión de una constelación rusa, otra china y otra europea. Al fin y al cabo, el que controla el camino, controla la información.
Coordinación de frecuencias. Las ondas herztianas están en el centro de funcionamiento de las constelaciones de satélites, sean estos de uso civil o militar. No obstante, no es el espacio el único lugar a utilizar ondas herztianas, que son indispensables también en las comunicaciones terrestres. Esto requiere una coordinación a nivel mundial, con el fin de evitar interferencias destructivas entre señales, que realiza la ITU.
Gobernanza del espacio. Al hilo de esto, una de los grandes problemas actuales de la gobernanza reside en la necesidad de articular los diferentes escenarios que se pueden presentar teniendo en cuenta la escalada de tensiones nacionales, regionales e internacionales que en este momento existen entre potencias o, más allá, entre bloques. Todo esto hace más difícil llegar a acuerdos, que la creciente intervención de sociedades privadas en todas estas actividades, con la inherente ambigüedad y lagunas en la gobernanza, no hace sino dificultar. Para paliar este problema, numerosas legislaciones nacionales han sido promulgadas, principalmente por el “actor principal” que son los EEUU. Esto puede crear un intento de normalizar el derecho internacional en función de prioridades políticas, estratégicas y económicas, que contravendría el artículo 1 del Tratado del Espacio de 1967 que dice que “la exploración extra-atmosférica, comprendida la luna y los otros cuerpos celestes, se debe hacer por el bien y en el interés de todos los países, sea cual sea su estado de desarrollo económico o científico, es patrimonio de toda la humanidad.
Los retos que plantea la proliferación espacian no son evidentemente un problema de asignación de frecuencias y regulación. El problema es más político, y se ha denominado astrocapitalismo.
Este término no es nuevo. Desde los años 60, el espacio ha sido un mercado, primero en manos de los estados y progresivamente en manos privadas. No obstante, este mercado está todavía en manos de estados que continúan a estructurar sus mercados para la demanda pública.
Las constelaciones de satélite en órbita baja operacionales tienen a día de hoy una rentabilidad dudosa y en no pocos casos, una utilidad social discutible. Es más, las proyecciones del “millón” de satélites están basadas en proyecciones más que dudosas. Las empresas que los sostienen podrían incluso correr el riesgo de colapsar desde el punto de vista financiero, lo que convertiría a las constelaciones en órbita en un problema sideral, si se permite el símil. ¿Quién realizaría el control de los satélites? ¿Se podrían desmontar, ergo bajar a la tierra? ¿A qué coste y pagado por quién?